Se trata de una forma relacionada con la estampa colorista de pintores románticos y, sobre todo, los impresionistas, caracterizada por el cuadro, el detalle, la sutileza, la sugerencia, la brevedad, la animación de las figuras. Ahora bien, no es nunca ahistórica, se inspira en su propia realidad cotidiana, eso sí, buscando reflejar ángulos, perspectivas novedosas, pero la animación es reconocible, coetánea con los acontecimientos urbanos o rurales, parques o bosques, ciudadanos o campesinos, cielo o tierra, lagos, ríos o mares que ambientan el texto. Se trata por tanto de un espléndido homenaje a la vida poblada de seres y cosas en medio de una naturaleza poderosa, que asiste, resistente, como testigo, al paso del tiempo. Por tanto, un paso más allá y la estampa lírica se trasforma en discurso testimonial que admite la denuncia, la crítica, el sarcasmo o la rabia impotente.
Sí es cierto que un hilo sutil las atraviesa a todas, confiriéndoles una coherencia y un sentido que emana de la propia organización de las estampas en aras del misterio conferido a la obra. Siempre se recurre a alguna manera de establecer el orden secuencial. Por ejemplo, el orden temporal: nacimiento, desarrollo y muerte; o bien, el orden espacial: exterior/interior. Cada uno de ellos con sus diferentes combinaciones. Tal es el caso de este poema en prosa, la palmera del Malecón. Ella nos va dando cuenta de su existencia siguiendo un orden cronológico, pero desde un presente amenazado que se ofrece como final del crecimiento de una vida: la de la palmera, quien, a modo de diario, abre y cierra con el presente la historia de Garrucha desgranada en las estampas centrales (desde «Mi origen» IV, hasta «Mi edad» XLIV) que corresponden a la historia de doscientos años de vida que ha cumplido el «narrador» (la palmera).
Entre los entrañables personajes llaman la atención Carmelo, el poeta, soltero, de cuarenta años (III), que ejercía de escribano durante la guerra civil (XXXIV), apartado de la misma por su cojera; Ginés el místico, que «se ganaba la vida cosiendo redes de pesca» (V), el niño azul (XVI), el pescador Martín El Gallo (XIX), el niño con el corazón al lado derecho (XXVII), Dos hermanos (XXXII), El Tío Perrica, arriero (X)(XIX), El hijo loco (XL); con estos alternan unos pocos personajes históricos como Antoñete Gálvez, comandante de los cantonales (VIII), Don Alfredo Saralegui, comandante de marina de Almería (XXI).
Podríamos caer en la tentación de considerarlos cuadros costumbristas, si no fuera porque esa no es la intención de su autor. De hecho predominan las estampas intimistas relacionadas con la naturaleza, ya desde el propio título: «Yo» (I), «Mi origen» (IV), «La luna» (VII), «El sol» (XI), «El mar» (XVIII), «El viento» (XXIX), «Lluvia» (XLII), «Tormenta» (XLVI), que acompañan la amenazada vida del yo lírico (la palmera, no lo olvidemos, es la voz que nos cuenta su vida) hasta esa tormenta, preludio de la destrucción y del diluvio universal. De hecho la última estampa se titula «En capilla» (L), concluyendo con el mismo temor con que inició su recorrido: «Estoy traumatizada, angustiada, por la brutal transformación que está ocurriendo aquí a marchas forzadas», «Mi tiempo se acaba y estoy resignada. Pero me da rabia que sea de manera tan indigna» (p.87). Se está refiriendo sin duda al expolio que viene padeciendo la costa desde los inicios de nuestro siglo, a manos de especuladores del suelo. Leído así, el libro recuerda una misa de réquiem, la crónica de una muerte anunciada, la historia de doscientos años enterrada bajo el cemento, el alquitrán y el asfalto. Por eso su voz suena a lamento, porque no sólo «Me llevaré conmigo muchas vivencias, secretos, testimonios de la historia de este pueblo durante un siglo», sino porque supone su acabamiento como ser: «Lo que sí me acongoja, lo que me está haciendo llorar a cada instante, es que voy a perder la vista y la voz del mar, la caricia de la brisa, la música de los pájaros y los gritos de los niños, a todo lo cual ahora atiendo con más intensidad que nunca, teniendo la certeza de que son mis últimas percepciones» (p. 88). Alcanza ahora otra dimensión esa voz ruda de madera, hojas y dátiles, para convertir-