Pedro se marchaba decidido a volver más tarde cuando vio que en la última mesa de la posada había un hombre, solo, que mientras sostenía su sombrero con fuerza entre sus manos miraba con tristeza por la ventana. Pedro no estaba seguro, pero se acercó hacia él y le preguntó:
-¿Es usted Eduardo Suárez?-le dijo mientras dejaba sobre la mesa la carta que recibió- ¡Por fin ha llegado, señor Recio! ¡Por favor, siéntese!
-¡Usted dirá!-dijo Pedro sin andarse por las ramas.
-Pues mire, señor Recio, aunque soy un mercader vengo a usted en condición de viajero; necesito que me lleve sano y salvo antes del 15 de diciembre a Dublín, si lo hace le pagaré 400 doblones.
-Mire, señor, para empezar no transporto personas, sólo transporto mercancías; y además usted me exige que le lleve antes de una fecha demasiado ajustada en invierno cuando la navegación es más difícil, lo lamento pero tendrá que recurrir a otro -dijo Pedro mientras se levantaba.
-¡Espere! ¿Qué problema hay? ¡Si es por dinero le pagaré 500!
-Escuche, simplemente el sueldo de mis marineros es de 450 doblones al mes.
-Está bien, pues entonces le pagaré 1.500 doblones -dijo rotundamente.
Pedro recapacitó. Desde el principio él había intentado regatear pero no esperaba cobrarle tanto, por eso se sentó y le preguntó:
-¿Y por qué tiene tanta urgencia para ir a Dublín?
-Es simplemente porque uno de mis almacenes se incendió hace unos días y los robos aumentan poco a poco; añadiendo además, que sospecho que uno de mis competidores en la ciudad haya, bueno ya sabe, pagado a alguien para que sufra esta serie de accidentes.
-Entiendo. Bien pues usted me entrega los 1.500 doblones lo antes posible y dentro de dos días partiremos.
-¿Dónde me reuniré con usted?
-Aquí mismo; después yo le con-duciré hasta el barco.
Después estrecharon sus manos como signo de buena fe y Eduardo entregó a Pedro el dinero, cosa que a éste le sorprendió, pues no esperaba que tuviera esta cantidad tan a la mano. Tras esto cada uno se marchó por su cuenta de la posada a la espera del día acordado.
El tiempo fue pasando hasta que por fin llegó el momento de embarcar. Muy temprano era cuando Pedro salió de su casa, llevaba una vestimenta muy distinguida: larga capa, ancho sombrero... Marchó sin entretenerse, directo hacia la posada donde tenía pensado esperar la llegada del mercader, pero al doblar una calle lo vio sentado en la puerta mirando cómo descargaban los marineros las mercancías y amarraban las grandes naves. Pedro se acercó a él y le dijo:
-¡Buenos días, señor Eduardo!
-¡Buenos días, señor Pedro! ¿Partimos ya?
-¡Ahora mismo! Venga quiero enseñarle la que va a ser su casa durante estos días.
Pedro y él anduvieron por el puerto. Mientras Eduardo iba contemplando los imponentes navíos anclados en el muelle y cómo los despuntes del sol se colaban por entre los huecos de las naves. Finalmente Pedro se paró y dijo:
-éste es, La Orquídea Blanca, una magnífica carabela. Una proa afilada y curvada y una superficie de velamen enorme la hacen veloz y hermosa a la vez. Señor, preste atención pues éste es uno de los modelos más grandes y más rápidos nunca construidos.
Eduardo contemplaba atónito el mascarón de proa del majestuoso navío mientras el eco de las palabras de Pedro retumbaban en su cabeza.
Tras esto subieron y Pedro dio instrucciones a su tripulación, de unos treinta hombres, de tomar rumbo a Dublín.
Después llevó a Eduardo hasta un camarote cercano y le dijo:
-Mire este es el lugar donde dor-mirá, sé que no es un camarote lujoso, pero como ya le expliqué ¡esto es un barco de mercancías! -exclamó mientras señalaba una habitación pequeña con algún que otro barril y numerosos cofres de extraño contenido.
Minutos más tarde partieron rumbo a su nuevo destino abandonando el puerto y la ciudad tras de sí. Los días que siguieron fueron tranquilos: mar serena, cielo azul, buen viento... Eran días para deleitarse con el esplendor de la mar.
Pero de repente al atardecer del quinto día cuando estaban bordeando las costas de Roscoff, Pedro fue interrumpido por un ruido infernal mientras estaba redactando su cuaderno de Bitácora. Salió de su camarote y fue rumbo a la cubierta, pero al abrir la puerta se encontró ante sus ojos una escena increíble:
Uno de los marineros tenía agarrado por el cuello de la camisa a Eduardo, mientras el resto de la tripulación estaba alrededor de ellos. Ante tal imagen Pedro gritó:
-¿Se puede saber qué diablos está pasando aquí?
-¿Cómo que qué está sucediendo aquí capitán? ¡Lo que sucede es muy simple, éste desgraciado nos ha mentido, él no se dirige a Dublín!
-¡Cómo! ¿Y a dónde si no? -dijo Pedro no pudiendo entender lo que escuchaba.
-¡Venga, díselo! ¡Señor, éste miserable quiere que tomemos rumbo a Dieppe!
Entonces se produjo un silencio en el navío que pronto sería interrumpido por los lamentos de los marineros. La zona marítima donde se sitúa Dieppe era por aquella época muy temida, y lugar donde todas las supersticiones marineras se cumplian ...