El Eco de Alhama número 28                                                                                                                                                                         Ensayo

En apenas siete líneas, en el original, se organizan cuatro grupos de adjetivaciones en periodos trimembres que nos dan un total de doce términos para «pintar», «retratar» los ojos de Salmerón. Estos son: dilatados, saltantes, fijos; también: convexos, azabache y estrahumanos; a continuación recurre a otros grupos sintagmáticos: un poco de otra raza, mejor espacio, acaso indos, y terminar como empezó el párrafo: preocupados, concienzudos, "modernos". De este modo llama la atención sobre los ojos de un sabio, de un héroe (estrahumano, de otra raza). Es la fuerza acumulada en esos ojos lo que le lleva al último adjetivo aislado: ojos imanes, esa atracción que ejerce sobre el que lo mira con detenimiento, dejándose seducir por la imaginación. Esa fuerza de atracción es la que le lleva a pensar en Salmerón. E inmediatamente enumera, mediante cláusulas simétricas, sus méritos destacando las siguientes cualidades: «el español más absorto en el positivismo poético de su tiempo: introductor de filosofía alemana y francesa, internador de libros superiores, acopiador en su palabra hablada y escrita, difícil empresa, de la palabra filosófica última de otros dos idiomas, tan diferentes las tres en tamaño y sonidos internos y estemos: krausista, comtiano, "monista"2, en fin, cuenta propia».

Cuando alcanzamos el segundo párrafo, bajo el recuerdo de la figura de cera en la Galería, vuelve a detallar su impresión sobre los ojos, dice así: «los ojos imponentes de quietos, como indefectibles, animados aparatos ópticos».

Al final del retrato volvemos a encontrarnos con sus ojos «me miran y miran a todas partes» y, de nuevo, las enumeraciones, los periodos simétricos, los signos ortográficos (comas, paréntesis, interrogaciones), nos guían:

Aquellos «convexos proyectores azabache», con que daba comienzo su retrato en la primera línea, proyectan ahora bajo esa misma tonalidad, al final de su retrato: plasticidad, «fosforescencias rojas y lunitas españolas».

Una última apreciación hemos dejado para el final, la siguiente fotografía o instantánea; nos referimos a la descripción que Juan Ramón realiza del despacho de Salmerón en su casa de Madrid. Desconocemos si realizó esta visita o el domicilio de D. Nicolás podía ser visitado como sala de museo. Así cuenta esta última estampa, posible, soñada, más que real:

Nicolás Salmerón, después de la hora de mi almuerzo, ha vuelto un instante, para recibirme, de su panteón civil de español ilustre, a su romántico cuarto de trabajo, conservado en un plano particular secreto, sonora su oquedad, limpia en la siesta solitaria madrileña. Trae la blusa de escultor sobre la levita de orador, y entre los dos la bandera. Su mesa está como él la dejó, llena de cinceles, escoplos, buriles, escuadras. Piedras, palabras, maderas de muchas clases, matices y tamaños; unas sin tallar, a la izquierda, otras, talladas ya, pulidas, a la derecha; cubos, conos, esferas de otro blanco ya, otro gris, otro negro. Los libros se han hecho también maderapiedra.

Y los proyectores ojos del filósofo, brillantes por lo definitivo, me miran y miran a todas partes (prisa del que se tiene que ir a un estar sin réplica), imbuyendo pensamiento, amor, esfuerzo atesorados por la muerte, en el mármol, el ébano, el roble, el granito. Ojos azabache, con la ventana pequeñita de sol español de la tarde, sobre su limpia convexidad; sobrenegros, más plásticos que visibles, con íntimas fosforescencias rojas. Con lunitas españolas de la tarde del Retiro, en la despedida corta, ya al primer crepúsculo.

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