Francisco Martínez García
La habitación se mostraba tranquila, ningún sonido entraba y ninguno salía, solamente los rayos de sol lograban entrar en ella. Aunque era grande y espaciosa, estaba desordenada con numerosos papeles de antiguos préstamos y grandes libros que hablaban de filosofía y entresijos de la mente humana. Apartado de todo esto se hallaba el cuerpo dormido de Pedro Recio sobre el duro escritorio de roble.
De repente alguien llamó a la puerta, pero eso no bastó para despertar al joven; entonces una vez más y con insistencia volvieron a realizar la llamada. En esta ocasión Pedro se percató de que alguien lo llamaba y abrió sus ojos al nuevo día; tras esto trató de incorporarse, pero sin darse cuenta golpeó un tarro de tinta que se precipitó sin remedio sobre una antigua factura que reposaba en el suelo. El bote se hizo añicos. El ruido que provenía de la habitación despertó la curiosidad del que se hallaba tras la puerta, y por eso, no pudiendo entender lo que sucedía, dijo con voz insegura:
-¿Señor, sucede algo ahí dentro? ¿Qué ha sido ese ruido? ¿Os halláis bien?
-Tu preocupación no tiene motivo, Ezequiel, todo se halla perfectamente, solamente ha sido un bote de tinta que he tirado sin darme cuenta, ¡pero pasa!
La puerta de la habitación se abrió y entro un hombre alto, de mediana edad, complexión recia y vestido con atuendos de sirviente.
-¿Qué quieres, no me habrás despertado por nada? - dijo Pedro.
-Claro que no, tenéis que comprender que son ya más de las once y que no son horas de estar acostado todavía, además hay correo para vos -dijo mientras enseñaba tres cartas, a cual de ellas más peculiar.
-¿Quién las ha traído?
- El mensajero. Bueno y en vista de que tenéis cosas que hacer me ausento para continuar con los quehaceres de la casa. Se marchó dejando a Pedro solo en su habitación.
Pedro sacó de un cajón un abrecartas precioso, con el puño de nácar, que usó para abrir un sobre que le pareció más urgente que los demás, ya que por el sello dedujo que se trataría de un asunto de dinero. Efectivamente, eran justificantes del pago de salarios a los marineros, subidas de acciones y alquiler de almacenes. Tomando esto como una rutina dejó la carta sobre la mesa con una mueca de desagrado y se dispuso a abrir la siguiente carta que tenía un aspecto un tanto extraño. Tenía un sello que le era familiar, pero no lograba recordar de qué. Los ojos de Pedro mostraban una gran curiosidad, que se fue despejando poco a poco conforme abría el sobre; entonces, al verlo, una sonrisa se dibujó en su rostro a la vez que se llevaba una mano a la cabeza. La carta era de su padre. Esta decía lo siguiente: