En
los años ochenta del siglo pasado la mayoría
de los que veníamos de los pueblos del interior a estudiar
a la capital arrastrábamos un ansia devoradora de libros,
de saber. Tuvimos la suerte de que el Estado nos amparara
con becas, pero algunos tuvimos la suerte doble de matricularnos
en el Instituto Nicolás Salmerón y Alonso y
estar internados en el Colegio Menor Alejandro Salazar, que
contaba con una digna biblioteca, entre otras cosas positivas.
En aquellos ratos libres de estudio sacudíamos el polvo
a aquellos enormes tomos de la Enciclopedia Espasa Calpe,
el emblema de aquella biblioteca, y allí buceábamos
en un mundo hasta entonces desconocido. Los libros, para la
mayoría de aquellos jóvenes estudiantes, se
habían limitado en nuestras casas a los de texto y
a los que por cambalaches habíamos conseguido, o a
aquellas ediciones baratísimas de la Editorial Balmes
de Logroño, que provocaba la mayor ilusión y
gozo en muchos de los niños de finales de los setenta
y principios de los ochenta, cuando se los entregaba el cartero
con gorra de plato.
Aquella enorme estantería con las decenas y decenas de volúmenes del Espasa era algo insólito: el saber inmenso, mitificado incluso por los propios monitores, que hablaban del Espasa como de un Dios clásico. Y en realidad lo era. Cualquier biografía, cualquier palabra encerraba un mundo de información y conocimiento. Así fue como en realidad descubrí a Nicolás Salmerón y Alonso. Las casualidades de la vida hicieron que me matriculara en el instituto que lleva su nombre y que hiciera vida en aquel Colegio Menor cercano al entonces Estadio de la Juventud. Allí estaba, mágica y poderosa, la Espasa Calpe con un mundo por descubrir. Como siempre me dejé influir por grandes personajes, a quienes en muchas ocasiones intenté imitar, me imantó aquel texto de Lorca que se exponía en una cerrada y acristalada vitrina de nuestro Instituto. Un día pregunté a una profesora de Historia y me contó que Lorca, ese gran poeta al que admiraba y a quien imitaba en mis poemas, había estudiado allí. Aquello supuso para mí y para otros compañeros metidos en las lides poéticas un estímulo muy superior a cualquier otro. En ese afán de buscar referentes, algún día que hoy no recuerdo con exactitud alguien planteó la pregunta de quién era aquel ilustre señor que daba nombre a nuestro Instituto. Muchos dijimos vaguedades que recordábamos de la breve historia que se estudiaba en la EGB. Alguien, apellidado Salmerón, con quien casi nadie tenía buenas relaciones, dijo que era familia suya, que vivió en Alhama, cerca de la capital, que fue Presidente de la I República, que estudió el bachillerato en el Instituto de Segunda Enseñanza de Almería, en la primera promoción del Instituto que hoy lleva su nombre, en el que nosotros estudiábamos, y muchas más cosas, algunas muy trascendentales para una edad en la que todos éramos muy trascendentales.
Salmerón y otros pocos fueron unos avanzados al imponer la educación universal, gratuita y obligatoria. Fueron unos avanzados y pagaron por ello con el descrédito, el destierro y la deshonra. |
Todo aquello me pareció de tanta importancia
que deseé más que nunca acudir a aquel rincón
de sabiduría del internado. Aquella misma noche, cuando
llegué al Colegio Menor, acudí raudo a visitar
a la querida Espasa, aquella serpiente oscura con incrustaciones
doradas. Y no me defraudó. Aquello que nos había
contado el desconocido compañero Salmerón era
verdad de la buena porque estaba en el Espasa. Era cierto
y era tan sólo una pequeña parte de lo que fue
la vida y obra de este alhameño y almeriense. Descubrí
entonces muchas cosas que luego me sirvieron como referente.
La que más me afectó, y de la que creo hacer
honor, es la coherencia entre el pensamiento, las convicciones
y la acción, los hechos. Pero descubrí mucho
más. Entendí como unos pocos quisieron transformar
un país arcaico, anclado en la Edad Media en muchas
cuestiones, donde el clero seguía dominando al Estado,
ligado a él, donde la esclavitud, la pena de muerte
o el trabajo infantil eran moneda de cambio, criticada pero
tolerada con esa doble moral que ha marcado a España.
Entendí que Salmerón y otros pocos fueron unos
avanzados al imponer la educación universal, gratuita
y obligatoria. Fueron unos avanzados y pagaron por ello con
el descrédito, el destierro y la deshonra.
Entonces dibujé unos círculos, aún los recuerdo, en un viejo papel de notas que aún conservo en los que fui escribiendo uno a uno los avances que supuso aquel intento de República: educación libre, universal, gratuita y obligatoria, separación Estado-iglesia, laicismo, independencia del poder judicial, abolición de la pena de muerte, abolición de la esclavitud y trabajo infantil, protección de la infancia, jornada de ocho horas, derecho a sindicación obrera, reparto de tierras desamortizadas a aparceros y arrendatarios... Fueron unos luchadores por conquistar libertades y derechos que supusieron grandes avances sociales. Aquello no prosperó porque las fuerzas vivas no podían consentir ni algunos de esos principios ni otros como el federalismo.
Mi interés por Salmerón se amplió más y conseguí algunos textos, algunos discursos, algunas reflexiones. Me reforzó en mi incipiente vocación política y, sobre todo, en mi vocación periodística, al conocer su faceta de colaborador en los periódicos La Discusión y La Democracia y su plena lucha por la libertad de expresión. Las vueltas de la vida me hicieron encontrarme de nuevo con él en diversas ocasiones en la Facultad de Ciencias de la Información de la Complutense, donde siempre fue uno de los referentes y a quien tuve en mi argumentarlo ideológico.
Ese poso ideológico también se tamizó en el segundo intento de republicanismo laico, de cambio social y transformación de la II República, que acabó en una tragedia. Fue en esos años 30 del siglo pasado cuando los republicanos españoles intentaron hacer justicia con el nombre de Nicolás Salmerón y recuperaron muchos de aquellos intentos de modernización y democratización del país, de apuesta por la educación y el sufragio directo y universal como bases de la sociedad moderna, laica y justa.
Ahora, cien años después, los
jóvenes de hoy deberían conocer-como algunos
conocimos siendo muy jóvenes-la coherencia, el sentido
de justicia social y la altitud de miras por el bien común
del que hizo gala este almeriense de Alhama. Su mensaje hoy
es aún moderno, fresco, porque fue un adelantado de
su tiempo. Su gesto archi-conocido de dimitir para no firmar
penas de muerte es un ejemplo para todos, que debiera servir
para adentrarnos en su pensamiento y en su compromiso.
Desde la revista que dirijo animo a quienes creen en las ideas salmeronianas y en lo que supuso su figura a que las reivindiquen aquí y en cualquier lugar. Los trabajos que se vienen haciendo con motivo del aniversario debieran trascender nuestras fronteras provinciales. Por qué no pedir a nuestros parlamentarios que simbólicamente recuerden en las Cámaras la figura de Salmerón. También debiera servir todo el esfuerzo que se viene haciendo en publicaciones, investigaciones y demás actos culturales y sociales para tomar ejemplo de coherencia, altruismo y altura de miras, y alejarnos del provincianismo o del egoísmo particular del que siempre nuestro alhameño insigne huyó como del cólera.
Los jóvenes de hoy deberían conocer la coherencia, el sentido de justicia social y la altitud de miras por el bien común del que hizo gala este almeriense de Alhama.
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