EL ECO DE ALHAMA NÚMERO 24 LITERATURA
 

Próxima parada: SOLIDARIDAD

Ana Gómez, Estudiante

 

Me llamo Ana Gómez, vivo en un pueblecito pequeño cerca de Valencia, llamado La Eliana. Tengo 19 años y este año he empezado en la universidad a estudiar Historia del Arte. Me gusta mucho escribir, estar con mis amigos, viajar e ir al cine. Uno de mis sueños era ver publicado algún escrito mío y gracias al Eco de Alhama veo mi sueño hecho realidad, muchísimas gracias.
Muchas veces he oído decir que es más fácil escribir lo que sientes que decir las palabras en voz alta, y con mis escritos pasa lo mismo, intento plasmar lo que me asusta, lo que creo que deberíamos cambiar y que por muchos muros que nos pongan delante los saltaremos.

            Cuánto cuesta mirar hacia el pasado cuando uno está acomodado en el presente. Esta práctica se complica todavía más cuando tratamos de dejar de mirar hacia atrás por encima del hombro y hacia delante más allá de nuestro propio ombligo. Toda esta gimnasia corporal requiere de horas y horas (algunos tardan años) de arduo entrenamiento para enseñarle a nuestro cuerpo que el presente no existía sin un pasado y que más allá de nuestro presente hay millones de presentes individualizados que abren sus propias líneas de batalla.

            Una batalla como la de Wambu, mi compañero de la semana pasada en mi habitual viaje en metro hacia la capital del Turia. Joven, trabajador, hijo de familia humilde de Kenia y padre de tres hijos, lo abandonó todo por buscar un futuro mejor para él y para los suyos. Pero no adelantemos acontecimientos.

            Como cada lunes por la mañana, me dirigí a la parada del metro más próxima a mi casa. Hacía frío en el andén. Al subir al metro, una ola de calor recorrió todo mi cuerpo, pero enseguida me recompuse y dejé lugar al frío, un frío que envolvía a una parte del abarrotado vagón. En una esquina, solo, sin nadie a su alrededor, viajaba Wambu.

            Ante la perspectiva de pasar media hora de pie, decidí sentarme al lado de este viajero. Otros, sin embargo, preferían quedarse de pie. El metro es un mundo, ya saben, cada uno con su conversación, incluso cuando desconocen a su compañero de travesía. Decidí, por tanto, armarme de valor e iniciar una conversación con mi vecino, aunque nunca imaginé que mi visión del “mundo de los viajes” pudiera cambiar tanto:

            - Ya hace frío, eh?
            Con un poco de timidez y un castellano con “acento de safari”, contestó:
            - Mucho más que en mi país.
            - ¡Uy!, ¿qué de dónde eres?
            - Del sur de Kenia.
            - Ah...

            Mientras procesaba la información y ubicaba este exótico lugar, me quedé unos minutos en silencio, pensando muchas preguntas que venían rápidamente hacia mi mente: ¿Tendría familia?, ¿Qué haría aquí?, ¿Quién es capaz de dejar a su familia y venir de viaje a España?, ¿Sería un hombre de negocios?...

            Por su atuendo deduje que no. Sentí curiosidad y me dispuse a preguntarle:
           
            - ¿Qué le trajo aquí?
            - La miseria de mi país. Con el trabajo que tenía allí no podía mantener a mis tres hijos. Tuve que salir de mi país, en busca de trabajo para poder mandar dinero a mi familia. Y que tengan un futuro mejor. Las cosas en mi país van muy mal, ¿sabe usted?.
            - ¿Y por qué viniste a España?
            - Me dijeron que todo aquí era más fácil, que podría obtener rápido los papeles y que tendría trabajo pronto. Cuando llegué vi que las cosas no eran como me habían contado. La realidad era muy diferente.
            - ¿Y cómo viniste?
            - Atravesé África andando y en los coches que querían recogerme. Cuando llegué al mar, quise subir en un barco de remos. Pensé que no costaría mucho. Casi me tiraron al agua cuando supieron que no llevaba suficiente dinero. Al final les convencí de que me dejaran llegar a España, a cambio de que les pagara toda la deuda con intereses. Fue difícil pagarles, porque fue muy complicado encontrar un trabajo. Nadie quiere contratar a un negro sin papeles. Busqué durante mucho tiempo y, mientras, vivía debajo de un puente en Valencia. Tuve suerte, porque un día vino un hombre de una empresa del campo que me ofreció trabajo. Ahora ya he pagado mi viaje y con lo que gane en la naranja mandaré dinero a mi familia. Pero quiero encontrar un trabajo mejor, ya que estudié en la universidad en mi país. Aunque lo primero es traer a mi familia.

            ¡Buf! Lo primero que pensé fue “tiene ganas de hablar el hombre...” y lo segundo: “¡caray!, ¡qué historia! Y yo que me he sentado a su lado por no estar de pie. ¡Qué prejuicios tenemos! Yo pensando que había abandonado a su familia por un viaje y en realidad se juega la vida por salvarla”.

            Resulta sorprendente cómo cambia la vida a un lado y al otro del estrecho. Allí hay pobreza, enfermedades, miseria, hambre. Cuando huyen de eso, esperan hacer realidad sus sueños, pero se encuentran con la cruda realidad: discriminación, violencia, soledad, tristeza, añoranza.

            ¿Cuándo vamos ha dejar de ver su color de piel antes que su humanidad?, ¿Cuándo vamos a aceptarlos como iguales?, ¿Cuándo vamos a cambiar?

            Llegó mi parada. Cuando me despedí, vi en sus ojos el mismo dolor y tristeza que vi en los ojos de mi padre cuando me contó cómo tuvo que despedirse de sus tíos, que iban a Francia en busca de trabajo, en busca de una vida mejor. Antes eran trenes cargados de esperanzas, ahora son pateras.

            Tal vez sea posible que juntos construyamos un mundo sin pateras, un mundo sin desigualdad, un mundo en definitiva, para todos.

            ¡Creo que otro mundo es posible!