EL ECO DE ALHAMA NÚMERO 12

LITERATURA

Raúl López Gil

Son las once de la noche. Hace frío. La luna permanece escondida entre las nubes juguetonas. El mar agitado guarda el secreto que hace divagar a las nubes. Amenaza tormenta, pero a mí me da igual. Esta noche debe cumplirse mi sueño. El camino ha de comenzar, y el destino me ha de guiar para no perder el rumbo y naufragar entre dos mundos antagónicos. Con este viaje inicio una vida de ilusión y esperanza. Ilusión por ser libre en un mundo de ley, y esperanza de no tener que volver nunca más al lugar que me privó de ella.

Ya hemos salido. Son las once y media. El balanceo de la barca me sirve de inspiración para mis sueños. Cierro mis ojos bañados en lágrimas; abro el corazón y la mente para confluir en cientos de imágenes dolorosas, del pasado, que intentaré olvidar con otras evocadas mientras soñaba en el portal de un albergue. En estas últimas adivinaba la felicidad de un hogar, con el sonido armonioso de una tarde primaveral, salpicada por las voces de críos que juegan en el parque y que se confunden con los cánticos apasionados de los jilgueros, apostados en los espesos árboles de un bosque infinito. Todas estas algarabías que mi mente creaba no servían para otra cosa que para aislarse de la cruda realidad en la que me hallo inmerso.

En el batel estamos cerca de veinte personas adultas, cinco o seis adolescentes y tres mujeres. Una de ellas lleva algo en su regazo que no acierto a ver con claridad.

Cada día, antes de continuar la búsqueda de un trabajo que me permitiera salir de la miseria, me pasaba por el embarcadero para contemplar el mar sereno. Allí, los jóvenes, de entre dieciséis y dieciocho años, sin más ocupación que ésta, se amontonaban a la espera de que algún traficante les invitase a viajar, a cambio claro, de un considerable cifra, que al no poder pagar, se veían obligados a trabajar para ellos cuando llegasen a tierra.

A mi lado en la barca se encuentra uno de ellos. Le dirijo lentamente la mirada hasta que éstas se cruzan y me veo impulsado a preguntarle como se llama. Él se resiste a contestar, supongo que por miedo, lógico, ya que a su edad ni siquiera hubiera sido capaz de embarcarme, y menos aún hablar con alguien del que no sé que se puede esperar. Un amigo que extraditaron hace dos años me contó que en la barca se le acercaron muchos prometiéndole trabajo nada más llegar. Abdala, como se llamaba mi amigo, aceptó una de las proposiciones. Comenzó en un invernadero, como casi todos, pero pronto los amigos del hombre de la barca le encargaron otro tipo de trabajos, más saludables que el duro invernadero. Llevaba paquetes a otros amigos, y le pagaban bastante, con lo cual había encontrado el trabajo perfecto. Llegó a alquilar una casa y vivió como uno más del pueblo algo que no alcanzan la mayoría de los que lo buscan. Siete años después, volvió al lugar de donde salió, con cinco años encerrado en la cárcel y numerosas secuelas físicas de su paso por el infierno helado. Hace uno que se suicidó arrojándose a la mar que le prometió una vida.

Poco a poco el suave contoneo de la barcaza se torna más salvaje, y se nos hace casi imposible dominarla. Una y otra vez, el incesante silbido del viento nos avisa un vuelco terrible. De pronto, y sin esperármelo, algo se aferra a mi brazo con la fuerza de una madre a su hijo en la hora de la muerte. Yo, confuso en un principio, intento separarlo de mí, ya que corremos peligro de caer los dos juntos al agua amenazante. Luego me doy cuenta que quien me agarra es el chaval de antes. Entonces, en un momento de lucidez, las miradas se vuelven a cruzar; esta vez, sus ojos inundados en las lágrimas de la desesperación me hicieron prometerle que no le pasaría nada, que yo haría todo lo necesario para que así fuera. Fue en ese instante, cuando con palabras entrecortadas, que resbalaban sutilmente por sus labios, me dijo su nombre. En ese momento mi vida adquirió un valor doble.

Una y otra vez, las olas de más de tres metros nos golpean ferozmente sin dar tregua. Apenas salimos de una, nos encontramos en la cresta de la siguiente. Tras las crueles sacudidas, los hombres que nos encontramos en la proa y en la popa de la pequeña barca, nos empleamos a fondo para mantenerla estabilizada. Pero cada vez resulta más difícil conseguirlo; las paredes azules se elevan repetidamente por encima nuestro y las gélidas aguas comienzan a acariciarnos las pieles entumecidas por el miedo. Hasta que sucede lo que todos temíamos: el vuelco irremediable de la barca.

La situación es extrema. Treinta almas luchan encarnizadamente por alcanzar la barca, que se encuentra medio sumergida en las fogosas aguas. Comienzo a nadar desesperadamente hacia la salvación cuando me doy cuenta que el joven que se sentaba a mi lado ha desaparecido entre la multitud enajenada. Me detengo ante las miradas atónitas de los que nadan junto a mí. Sus últimas palabras retumban en mis oídos haciendo eco en la conciencia de una promesa incumplida. Sin más dilación me dispongo a buscarlo en medio de una noche de luna apagada, con el único apoyo de decenas de voces que gritan para alejarse del oscuro silencio. Se me hace imposible diferenciar su voz entre todas las demás, mas cuando lo único que escuché fue el tenue sonido de su nombre pronunciado en un momento de complicidad emocional.

Aún dificultan más mi búsqueda las gigantes ondulaciones del ponto enfurecido. Pero cuando mis esperanzas más flojeaban, algo, como un rayo de luz en medio de una lóbrega noche invernal, descubrió su cuerpo flotando entre dos olas descomunales. Rápidamente nado hacia ellas para conseguir agarrarlo antes de que lo engullan como un simple madero extraviado en la inmensidad azulada.

¡Respira!, por fin una buena noticia en este cruel viaje que emprendíamos hace cinco horas y media. Unos cuantos golpes en la espalda fueron suficientes para hacerle volver en sí. Tiene una pierna rota y un fuerte dolor en la espalda, que naturalmente, no le deja avanzar por sus propios medios. Ahora, lo más importante para los dos era ponernos a salvo en los restos del batel.

Cuando las fuerzas más escasean escuchamos unos lloros de fondo que me hacen detener. "¡Hay algo ahí!" -exclama mi protegido-. "Sí, parece … ¡parece un bebé!"- replico yo sin salir de mi asombro. "Se encuentra encima de algo". Nos acercamos con muchas dificultades, pero la idea de que un crío se ha salvado entre los remolinos de agua, se clavaba en mi mente como cuchillas afiladas.

Entonces me acordé :"el bulto que tenía la mujer de la barca era el niño". Llegamos hasta donde se encuentra, y en efecto, ahí está, envuelto con trapos viejos, pero secos, increíblemente secos. Bajo su cuerpo enjuto, hay otro cuerpo, posiblemente el de la madre, que para mantener a su hijito fuera del agua regaló su vida y utilizó su cuerpo como improvisado salvavidas.

Sin tiempo para pensar, mi protegido se dirige hacia mí, y con voz cruda y hueca me dice: "¡coge al niño, rápido!, llévalo a la barca antes de que sea demasiado tarde". Sus palabras exacerbadas sólo me permitían preguntarle: ¿y tu qué?, ¿qué va a pasar contigo?. El silencio se hace dueño de la situación; le miro, me mira; el viento deja de soplar, las nubes grises se desvanecen para dejar escapar a la luna; mira el cielo repleto de estrellas, me vuelve a mirar, yo que no dejo de mirarlo con el niño entre mis brazos, y por fin, de su boca salen palabras que creo que nunca olvidaré. "Me llamo Algerine, y lo único que deseaba era dar algo de comer a mi madre enferma…".

Y allí, sin más trascendencia que mi mirada clavada en sus ojos, se extinguía la llama de una vida solitaria, cuyo único sentido vital fue aliviar el sufrimiento de una madre desmedrada por las enfermedades.

Ya en la barca, y a la deriva, solo nos encontramos la mitad de los que empezamos el camino hacia la redención. El niño está bien, permanece dormido, indiferente ante la cruda realidad que le espera. El sol asoma ya en el horizonte, y a lo lejos aparece, entre la claridad del rocío mañanero, una lancha que se dirige a gran velocidad hacia nosotros.

Todo ha terminado. La imagen de Abdala arrojándose al mar irrumpe en mi mente sin permiso. De mis ojos brotan lágrimas que se desprenden por mi mejilla hasta caer sobre la cabeza del retoño que sujetan mis brazos vencido.