El Eco de Alhama número 29                                                                                                                                                                        Historia

Esta fotografía, publicada en el libro del P. Hitos, es el único testimonio del lienzo que representaba a los Mártires de Húecija. Conservado en la Iglesia Parroquial, las llamas sacrílegas acabaron con él en 1936.

Huécija, debido a su importancia como cabeza de la Taha y por ser sede de la comunidad agustina, constituía un objetivo muy concreto para los rebeldes moriscos. El gobernador don Luis Guibaja ordenó a los cristianos refugiarse en el Convento19, que así también cumplía su función defensiva.

Unánimemente las fuentes cifran en doscientos el número de refugiados en el Convento, junto con los religiosos. En aquellos tiempos la comunidad estaba formada por trece frailes: el prior, fray Pedro de Villegas, natural de Chinchón (Madrid); fray Juan de la Cuadra; fray Alonso del Valle, de écija (Sevilla); fray Diego Fernández, de Jerez de la Frontera (Cádiz); fray Mateo Galarsa, de Bordoy; el diácono fray Juan de Ardilla, de Badajoz; el subdiácono fray Pedro de Madrid, de Montilla (Córdoba); fray Diego de Torres, de Madrid; fray Gonzalo Vélez, de Sevilla; fray Luis Aguirre, de Tenerife (Canarias); fray Juan Paco, de Fregenal de la Sierra (Badajoz); fray Bartolomé Pantoja, de Aranda de Duero (Burgos) y fray Pedro Monzalve, de Córdoba.

Liderados por el Gorri, los moriscos exigieron la rendición absoluta bajo amenaza de incendiar el monasterio. Inmediatamente, dos de sus capitanes comenzaron a propiciar el fuego, mientras saqueaban las casas de los cristianos y no cejaban de persuadirlos para entregarse y quedar salvos. Confiados, nada más traspasar el umbral monástico, dispararon contra el anciano Pedro de Orozco y prendieron a doña Francisca Guibaja y doña Leonor Benegas. Quedando al descubierto la auténtica intención de los rebeldes, los cristianos se hicieron fuertes en el torreón conventual19. Tampoco les valió de nada, pues una ingente cantidad de aceite y leña alimentó las llamas que subieron hasta la segunda planta que les servía de refugio. Ahogados por el humo, la desesperación empujó a algunos a descolgarse entregándose a los moros, de los cuales muy pocos consiguieron preservar su vida de la furia mahometana. Los religiosos, junto con el gobernador y otros cristianos, fueron sitiados finalmente en el último de los aposentos del torreón. Aceptando su inmediata muerte, tomaron un Crucifijo para reconfortarse y se animaron recitando la profesión

de la fe, mientras arrodillados suplicaban la misericordia divina con la clara conciencia de ser martirizados por Cristo. Consumidas las vigas por la lumbre, el suelo cedió y los cuerpos ardieron hasta no ser más que ceniza. Los salvos de las llamas, entre ellos un religioso, no corrieron mejor suerte. La mayoría, antes o después e incluso tras servirse de ellos, sufrieron una muerte muy cruel.

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