EL ECO DE ALHAMA NÚMERO 22 ENTREVISTA
 

Manuel Mercader Burgos, ingeniero de telecomunicación y Presidente de la Hermandad Filial de la Virgen del mar en Madrid

«Mi madre me animaba a seguir el ejemplo de laboriosidad de mis hermanos»

Manuel Mercader Burgos (Alhama de Almería, 1940) era —y es— el menor de seis hermanos en una familia dedicada con entrega y oficio a la agricultura, como era habitual en aquellos tiempos en el valle del Andarax. Vivía en un cortijo, situado en una finca «extraordinaria, que era la envidia de la comarca» y, como muchos niños de la época, tenía que recorrer todos los días varios kilómetros a pie o, como mucho, en bicicleta, para poder asistir a la escuela pública y, más tarde, a una academia en Íllar, la del maestro José Ropero Herrada, donde preparaba el bachiller por libre, del que luego se examinaba en Almería.
Ya apuntaba maneras. Aprovechando el tirón, y siguiendo la recomendación de don José, cursó magisterio a la vez que el bachiller superior, con excelentes resultados: aprobó la reválida de magisterio con sobresaliente e, incluso, habría obtenido el premio extraordinario si no hubiera salido corriendo a Granada para no perder el inicio del curso de acceso a la Universidad. Quería seguir estudiando, y cada vez se lo tomaba más en serio, y en 1960 se matriculó, en Madrid, en la Escuela Técnica Superior de Ingenieros de Telecomunicación. Era el primer alhameño que lo hacía.
«En mi familia hubo siempre una especie de religión que se transmitía de generación en generación: la honradez, la entrega al trabajo y el gusto por las cosas bien hechas», cuenta. Ese mismo credo parece haber guiado la vida de este alhameño y almeriense «practicante» ­—lo dice a boca llena—, que, después de toda una carrera en la capital española vinculada a la gestión de importantes proyectos desde la sede central de la compañía Telefónica, se entrega ahora al disfrute de su familia (su mujer —también alhameña—, sus dos hijos y sus tres nietos) y al cultivo de los ambientes sociales y culturales que frecuenta.
Entre estos, el que le ofrece la Hermandad Filial de la Virgen del Mar de Madrid, que Manuel Mercader preside desde hace más de diez años. Precisamente, como máximo representante de esta institución, ha sido el encargado, el pasado verano, de leer el pregón de los actos religiosos en honor de la Virgen del Mar al inicio de la Feria de Almería. Algo que supone un gran «reconocimiento de capacidad y responsabilidad» para este hombre discreto y afable, exigente y perfeccionista, que tiene en la familia y el trabajo sus dos guías vitales y en la continuada actividad intelectual «la mejor medicina para conservar la juventud y la lozanía del espíritu».

Pregunta. ¿Qué hizo que usted se decantara con tanta determinación por completar sus estudios hasta hacer una carrera como ingeniero de telecomunicación? Imagino que en su época, y en un ambiente rural, no era tan sencillo como lo pueda ser hoy en día.

Respuesta. Antes era radicalmente distinto a lo que ocurre hoy en día, porque lo normal era que cada uno se dedicara a lo que se suponía que era su forma tradicional de vida: la agricultura, el comercio o un taller de algún oficio. Lo de estudiar era muy minoritario.
Lo habitual para un joven de diez u once años era tener unos conocimientos básicos, y sólo se hacía el bachiller si se quería tener una educación mínimamente adecuada. Luego, conforme se hacía éste, se iban descubriendo nuevos horizontes, y unos se acababan aficionando por el derecho y otros por las matemáticas o la física...
Yo tuve la oportunidad, la suerte, de empezar a hacer el bachiller. Seguro que mis hermanos tenían más méritos que yo para haber estudiado, y tanta capacidad como mínimo o más, pero en cada momento las dificultades y las necesidades no eran las mismas. A mí se me ofreció la posibilidad de estudiar y tanto mis padres como mis hermanos, que siempre se dedicaron a la actividad agrícola, tuvieron interés, y supongo que así también se lo aconsejarían, en que yo siguiera ese camino. Y a partir de ahí, todo vino rodado.

P. Y se fue aficionando a las matemáticas y la física...
R. A mí me gustaron siempre las matemáticas y la física, y en esto tengo que decir que mi padre, aunque fue un agricultor que lamentablemente no pudo estudiar, influyó mucho en mí y determinó que yo, desde muy niño, fuera despertando simpatía por las matemáticas y por las ciencias en general.
Él era muy aficionado a la lectura. En aquella época no había televisión, ni aparatos de radio, incluso, en muchas casas, y las noches de invierno se hacían muy largas. Había gente, entonces, que se distraía yendo a un bar a jugar al tute o al dominó y a tomarse un café con los amigos, y otra gente que se quedaba en su casa con su familia, con su mujer y con sus hijos, y se dedicaba a leer. Mi padre pertenecía a este segundo grupo, y a través de sus lecturas había acumulado una gran cultura. En especial, conocimientos de biografías de personas célebres, de las que era capaz de contar anécdotas y detalles con una gran minuciosidad y que a mí me sorprendían, por una parte, y me cautivaban, por otra.
Recuerdo anécdotas que me relataba, por ejemplo, de un científico eminente, como Ramón y Cajal. Mi padre conocía su vida muy bien, al igual que la vida de otras personas que habían sido matemáticos célebres o ingenieros, y me hablaba de ellos y de otros muchos protagonistas del mundo de la ciencia. Aquello me iba creando unas expectativas y unas simpatías determinadas y, seguramente, me marcó para que yo viera las matemáticas, a pesar de su fama de difíciles y odiosas, con otros ojos más benévolos. Y mi interés siempre fue por ahí, por las matemáticas y la física, hasta el punto de ser la razón fundamental por la que estudié ingeniería de telecomunicación.

P. ¿Cómo recuerda aquella época en la que empezaba a estudiar?
R. Era una época en la que, fundamentalmente, yo tenía que responder de la obligación que se me había asignado, que era estudiar, aprobar el curso y hacerlo con buenas notas. Para eso me habían puesto a estudiar en lugar de trabajar.
Recuerdo los que para mí fueron sabios consejos de mi padre, los cuales eran confirmados por mi madre con una mirada inteligente y silenciosa y siempre con pocas pero certeras palabras. Ella me animaba a seguir el ejemplo de laboriosidad de mis hermanos. También recuerdo de mi primera etapa juvenil, con tanto cariño como admiración, las lecciones que recibí de un excelente profesor, don Gaspar López, conocido de forma familiar y cariñosa en el pueblo como  «don Gaspar el telegrafista». Lo recuerdo como una persona que destacaba notablemente por su humildad y sencillez, y por su gran sabiduría y excelentes dotes pedagógicas. Fue un santo varón.
Por otra parte, como, afortunadamente, mis obligaciones como estudiante las cumplía de forma satisfactoria, yo disfrutaba mucho ayudando a mis hermanos. Cuando terminaba el curso, en vacaciones, en vez de ir a la playa (aunque también iba y me gustaba mucho) me dedicaba a colaborar con mis hermanos en el campo, en lo que estuvieran haciendo: tareas propias del verano como la trilla, o el cuidado de las fincas... Y también en otra tarea tan bonita y agradable, de tanta dedicación, como era la faena de la uva... Pero, claro, yo nunca la terminaba, porque tenía que iniciar de nuevo el curso.
En fin, recuerdo todo esto como algo que me encantaba hacer, estar al lado de mis hermanos y de mi padre, estar ayudándoles y haciendo algo parecido a lo que hacían ellos. Porque mis padres y mis hermanos han sido siempre muy responsables y han estado muy dedicados a su profesión, con un nivel de calidad en su trabajo muy alto —y eso no hace falta que lo diga yo, era de sobra conocido por las personas que han tenido algún contacto con ellos—, y, en ese sentido, yo no podía ponerme nunca al lado de ellos, desde el punto de vista de la realización de un trabajo agrícola, pero sí que les ayudaba. Y, desde luego, para mí era una época deliciosa.

P. Su instalación en Madrid como estudiante, ¿le supuso un gran esfuerzo de adaptación?
R. En los años sesenta, el único medio de comunicación era el tren, porque venir en coche a Madrid era impensable y tampoco había autocares. Quizá ir y venir de Granada ya era algo más habitual en aquella época, pero Madrid seguía siendo un lugar muy lejano y distante.
Cuando me vine me alojaba en pensiones, como la inmensa mayoría de los estudiantes, sólo o compartiendo habitación con algún compañero de la Escuela. Era una vida de encierro y trabajo. Y, probablemente, el choque más fuerte, en este aspecto,  lo viví los dos primeros años en Madrid, en los que tuve que superar la prueba para poder hacer la carrera… y tenía que aprovechar bien el tiempo.
En ese contexto, y desde el punto de vista sentimental, mi familia estaba muy lejos y no era tan fácil coger el tren e irte a casa cuando te apeteciera. Y aunque aquí también estaban algunos amigos de Almería, había muy poco tiempo para el ocio. Todos sabíamos que teníamos una gran responsabilidad aquellos años, y el hecho de estar en una ciudad como Madrid y de carecer de tiempo para las relaciones humanas y las amistades le daba a este periodo unas características de singularidad, de cierta dureza.

P. Pero hizo la carrera del tirón, como quien dice, y se quedó trabajando en Telefónica.
R. De acuerdo con lo que era vox populi, el ingreso, que consistía en un curso de iniciación de dos años, muy duro y eliminatorio, y la realización, después, de la carrera propiamente dicha, tenían todos los ingredientes de dificultad imaginables. Pero también se sabe que, si el interés es suficiente, no hay problema que se resista a la constancia. Como estas dos circunstancias concurrían en mi caso, las exigencias no me parecieron tan extremadas como se decía y, en junio de 1967, obtuve el título de ingeniero de telecomunicación en las especialidades de electrónica y transmisión (que, en realidad, eran dos títulos en uno).
Paralelamente a mis dos últimos cursos en la Escuela Técnica Superior de Ingenieros de Telecomunicación, había tenido la posibilidad de trabajar con una beca en la entonces denominada Compañía Telefónica Nacional de España, algo que, sobre todo, me permitió conocer el funcionamiento interno de la empresa. Además, al final de este periodo participé en el primer seminario que organizaba la compañía sobre técnica y explotación de los servicios telefónicos, y esto me facilitó enormemente aprobar la oposición de ingreso en Telefónica, una vez que tuve el título universitario en la mano.
El problema era que todos los que nos presentábamos queríamos quedarnos en Madrid, cuando, en aquellos momentos, Telefónica acababa de iniciar una descentralización y, por lo tanto, necesitaba ingenieros en otras grandes ciudades españolas: Barcelona, Sevilla, Valencia... Yo no tenía interés por irme a otro sitio y quería mantener algún tipo de vinculación con mi Escuela, que en aquellos momentos era el único centro de este tipo en el país.
Pero tuve la suerte de que hubo una plaza para mí, y a partir de aquel momento toda mi vida profesional la he realizado en Madrid.

Han sido algo más de treinta años en la gran compañía de telecomunicaciones española, primero pública y en régimen de monopolio, desde hace años privada y en un mercado liberalizado. Entre otras funciones dentro de esta empresa, Manuel Mercader ha sido jefe de estudios de la Escuela Técnica de Telefonía (de forma prematura, además, a los pocos meses de incorporarse a la compañía), jefe de distintos negociados y de la sección de Previsión de la Demanda, subdirector de Previsión y Gestión y Planta y, en su última etapa, director del servicio de Extensión Telefónica al Medio Rural (programa más conocido en su momento como universalización del servicio telefónico).
Durante estas tres décadas, Manuel Mercader siempre ha vivido en primera línea una etapa crucial e intensa del desarrollo de las telecomunicaciones en nuestro país, en un ambiente de trabajo del que Manuel destaca «la gran profesionalidad y eficiencia».
En 1999, aprovechando una reestructuración interna, pidió la baja voluntaria y dedicó los últimos cinco años de su vida laboral a trabajar en el departamento técnico del Colegio Oficial de Ingenieros de Telecomunicación (COIT), como responsable de normalización y de las relaciones entre esta institución y las áreas de ingeniería de las grandes compañías de telecomunicación implantadas en nuestro país.

P. ¿Cuáles han sido los criterios o premisas que le han guiado a través de su exitosa trayectoria? Parece una persona bastante disciplinada y responsable.
R. Mi ideal de vida se puede resumir en la honradez por encima de todo y en la búsqueda permanente de la perfección y la excelencia, esa meta a la que nunca se llega pero a la que debemos tender, día a día.
Los otros dos pilares fundamentales son la familia y el trabajo, en ese mismo orden, aunque, muchas veces, las exigencias profesionales nos obliguen a quitarle a la familia ese precioso tiempo que le corresponde.

P. Conforme iba haciendo su vida e instalándose en Madrid, ¿dónde iban quedando Alhama y Almería?
R. Estuvieron siempre muy bien en su lugar, y muy presentes. Yo nací en Alhama de Almería y mis hermanos son todos de allí, y mis padres y mis abuelos también. Y yo le he tenido a Alhama siempre ese cariño que se le tiene al pueblo donde has nacido, donde has jugado cuando eras niño. Los trimestres fuera se me hacían larguísimos y estaba deseando que llegaran las vacaciones para irme a Alhama y estar allí.
En este sentido, reconozco con una enorme satisfacción y mucho orgullo que me siento alhameño, y es algo que a mí me gusta decir. Cuando alguien me pregunta si soy de Almería, yo respondo que sí, que soy de Almería, pero «de Alhama de Almería, que es un pueblo que está a veintitantos kilómetros de Almería y que, por añadidura, es el pueblo donde nació don Nicolás Salmerón y Alonso, que fue presidente de la primera república», y que es un pueblo muy culto que ha dado otras muchas personalidades que han sido muy importantes y han destacado en otros sectores. Pero una referencia muy importante es que fue el pueblo de don Nicolás Salmerón, que, con independencia de ideologías y de interpretaciones políticas y de cualquier otro tipo, fue una persona admirable y un ejemplo, por su honradez, su moralidad y una serie de virtudes que tenía en grado superlativo.
Por otra parte, en los años ochenta nos compramos una casa en Almería capital, pensando en nuestros hijos, para que ellos pudieran disfrutar de la playa, y a partir de ahí se fue estrechando mi vinculación con esta ciudad. En cualquier caso, nunca he concebido unas vacaciones sin hacer una visita a Almería. Era lógico, porque teníamos allí nuestra familia, y muchos amigos, y a mí me sigue encantando ir allí y pasear por los sitios que yo recuerdo haber recorrido de niño, en la vega de Alhama y en los pueblos de alrededor. Y disfrutar, por ejemplo, de esa vista tan impresionante del valle al pasar el cementerio… Es algo que me encanta y, desde luego, cada vez que voy por allí procuro hacer una visita.

Aparte de sus vínculos familiares y personales, Manuel Mercader ha estado unido a Almería, desde su llegada a Madrid en los años 60, a través de dos entidades que servían de centro de reunión de muchos almerienses en la capital española: la Casa de Almería y la Hermandad Filial de la Virgen del Mar. Su cercanía ha sido mayor a esta última, una organización fundada en 1958 que, casualmente, tuvo como primer presidente a otro alhameño, Miguel Granados, magistrado entonces del Tribunal Supremo, y como fundador a Miguel Vizcaíno Márquez, nacido en Ohanes y sobrino de uno de los primeros maestros de Manuel Mercader en la escuela.
Ahora, desde su cargo de presidente de la Hermandad, se entrega no sólo al culto de la patrona de Almería, sino a la promoción del buen nombre de esta institución «activa y pujante», a la que están afiliadas algo más de doscientas familias y que puede presumir de tener como sede, en la calle Arenal y a cincuenta metros escasos de la Puerta del Sol, la iglesia de San Ginés, monumento nacional y, desde el punto de vista histórico y artístico, una de las basílicas más importantes de Madrid.
Este pasado verano fue pregonero de la Virgen del Mar, durante las fiestas en su honor en Almería, una función «con un alto significado porque es, en sí misma, un reconocimiento formal de poseer las dotes necesarias de capacidad y responsabilidad, entre otras», explica Manuel. «Ser pregonero imprime carácter —afirma— y supone un honor y una responsabilidad altamente gratificantes por tratarse de una tierra a la que tanto queremos, como es nuestra patria chica de Almería».